Hace algunos años, cuando daba mis primeros pasos en mi aún corta carrera en el mundo del doblaje, me ocurrió algo que me impactó. Fue un suceso sin ninguna importancia, pero que aún hoy recuerdo con frecuencia.
Yo había terminado mi convocatoria en uno de los estudios de doblaje de Madrid y me dirigía de vuelta a casa. Al bajar las escaleras del metro, me crucé con un veteranísimo actor de doblaje. Le reconocí en seguida, pero no me atreví a saludarle, pues apenas le había visto un par de veces y no habíamos tenido trato.
Él tenía ya una edad que podría considerarse avanzada y por lo que pude saber después, arrastraba algunos problemas de salud. Subía aquellas escaleras con mucha dificultad, de una en una y apoyándose en la barandilla. Pero lo que me impactó fue la marcada sonrisa que destacaba en su cara.
Tal vez me equivoque, pero lo vi claro: aquel rostro brillaba por la ilusión. A pesar del esfuerzo físico y de no encontrarse en su mejor momento, su boca esbozaba una sonrisa y sus ojos destilaban emoción, ganas de llegar al estudio y disfrutar una vez más de su oficio.
Pensé que para mí era y sigue siendo normal conservar esa ilusión y empuje iniciales al verme cumpliendo mi sueño de ser actor de doblaje. Pero aquel actor, tras décadas de oficio, centenares de personajes a sus espaldas y haber vivido sin duda todo tipo de situaciones agradables y desagradables, seguía conservando ese brillo en la mirada.
Ojalá las nuevas generaciones seamos capaces de valorar tanto nuestro oficio y la suerte que tenemos de formar parte de él como para mantener siempre esa mirada y esa sonrisa al entrar en una sala de doblaje.
Aunque ni siquiera fuiste consciente de que nos cruzamos, gracias, admirado compañero, porque aquel día me enseñaste una valiosa lección.
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